Reescribir el patrimonio

Reescribir el patrimonio

Cada año, cuando se celebra el Día de los Patrimonios en Chile, museos, casas históricas, bibliotecas y centros culturales abren sus puertas para visibilizar aquello que hemos decidido conservar como parte de nuestra identidad colectiva. Sin embargo, también es una oportunidad para preguntarnos: ¿Qué hemos olvidado? ¿Qué voces han quedado fuera del patrimonio cultural oficial? ¿Qué textos se conservan y cuáles se pierden en el silencio?

Estas preguntas, aunque parecen nuevas, han estado presentes desde hace décadas entre escritoras, críticas, editoras y lectoras que han notado la falta de mujeres y disidencias sexuales en la construcción del patrimonio literario nacional y latinoamericano. Mientras los nombres de hombres como Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa o Gabriel García Márquez se convirtieron en pilares del canon latinoamericano, muchas autoras contemporáneas a ellos —como Teresa Wilms Montt, Clarice Lispector, Rosario Castellanos, María Luisa Bombal, entre otras— quedaron fuera de esa narrativa de prestigio.

No es que no escribieran. Tampoco que no fueran leídas en su época. Es que no fueron canonizadas. Y esto nos lleva a un punto clave: el patrimonio no es solo lo que se hereda, sino también lo que se elige conservar.

El canon literario —esa selección de obras que se consideran representativas de una tradición cultural— se construyó en América Latina de la mano de los proyectos de nación. En el siglo XIX, autores como Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento o José Martí fundaron con su escritura no solo una literatura, sino una visión del país, de la ciudadanía, del idioma. Y con ello, se fijaron las bases de qué tipo de voz era considerada legítima para narrar “la nación”.

En Chile, esa legitimidad estuvo marcada por una escritura masculina, letrada, muchas veces urbana, centralista y europeizante que dejaba fuera lo que no calzaba con esa idea de “literatura seria”. A partir de ahí, los programas escolares, las bibliotecas y las editoriales repitieron y reforzaron esa selección. Los premios nacionales de literatura (que comenzaron a entregarse en 1942) tardaron décadas en incluir a una mujer, y muchas escritoras, a pesar de tener obra publicada, quedaron relegadas al espacio doméstico o a los márgenes de la historia oficial.  

La única gran excepción, por supuesto, fue Gabriela Mistral, primera escritora latinoamericana en recibir el Premio Nobel de Literatura (1945) y figura clave del siglo XX. Pero incluso ella fue leída durante décadas desde una perspectiva reduccionista: como “la maestra rural”, como la madre simbólica de la nación, o como una poetisa triste y religiosa. Su vida afectiva, sus cartas privadas, su pensamiento político y su legado feminista fueron silenciados o editados para que cayera dentro del molde nacionalista. 

Si eso pasó con Gabriela Mistral, ¿qué quedó para las demás?

Muchas autoras, especialmente disidencias y escritoras fuera del centro geográfico o social, no solo fueron ignoradas en su época, sino que también fueron borradas de la memoria colectiva. Este Día de los Patrimonios puede ser una oportunidad para reparar, o al menos para mirar de frente esa omisión.

¿Quién decide qué es patrimonio? 

En Chile, por ejemplo, el discurso crítico ha celebrado a autores como Baldomero Lillo, José Donoso, Manuel Rojas o Roberto Bolaño (todos importantes), pero por mucho tiempo relegó a autoras que también fundaron formas nuevas de narrar. Basta pensar que La última niebla de María Luisa Bombal, publicada en 1935, fue una de las primeras novelas en español en explorar el deseo y la subjetividad femenina desde una prosa poética y fragmentaria… y, aun así, fue largamente ignorada por la crítica nacional. 

Muchas mujeres escribieron desde los márgenes —del género, de la clase, de la ciudad letrada— y su obra fue ignorada por la crítica, invisibilizada por los medios o simplemente descontinuada por las editoriales. Aquí algunos nombres claves que podríamos recuperar como parte de un patrimonio literario invisible:

  • Winétt de Rokha (1892–1951): Poeta y ensayista, militante comunista, escribió desde una mirada política y lírica que desafía los géneros. Su obra fue eclipsada por la figura de su esposo, Pablo de Rokha.

  • Teresa Wilms Montt (1893–1921): Escritora, feminista adelantada a su época, escribió diarios, cuentos, poesía y prosa confesional desde el encierro y la pasión. Su escritura aún incomoda por su potencia íntima.

  • Chela Reyes (1904–1988): Poeta y narradora inclasificable, de estilo experimental y vitalista. Su obra transita entre la escritura del deseo, el cuerpo y la experiencia del margen.

  • María Luisa Bombal (1910–1980): Pionera en explorar el deseo femenino, la interioridad y el surrealismo en la literatura chilena. Su novela La última niebla (1935) es considerada hoy una joya modernista, aunque fue ignorada por décadas.

  • María Elena Gertner (1926–2013): Novelista, guionista y dramaturga. Su novela Islas en la ciudad ofrece una mirada introspectiva y feminista a la vida urbana y a los dilemas morales de la mujer moderna.

  • Elisa Serrana (1930–2012): Escritora y periodista, su obra combina testimonio y ficción para retratar la vida cotidiana de mujeres chilenas durante el siglo XX.

Además de recuperar, otra forma de intervenir el patrimonio literario es reescribirlo, reinterpretar lo que ya ha sido consagrado como patrimonio. Y no se trata de negar el canon, sino de desafiarlo, ampliarlo, imaginarlo distinto.

Proponemos un ejercicio provocador: tomar un texto considerado parte del patrimonio —una novela de Blest Gana, un poema de Neruda, una crónica de Alone— y mirarlo desde otro lugar. ¿Qué pasaría si narramos Martín Rivas desde la perspectiva de Leonor, o desde la servidumbre que observa todo desde los márgenes? ¿Y si reescribimos Canto general desde una voz lesbiana o disidente? ¿Y si una novela histórica se reimagina desde el punto de vista de las mujeres indígenas que no aparecen en sus páginas? 

Este tipo de ejercicios no son solo creativos: son políticos. Nos permiten entender que el patrimonio cultural no está escrito en piedra, no es algo fijo, sino algo vivo, disputado, en constante reescritura. Es una construcción política y afectiva, que se reescribe constantemente con nuestras elecciones de lectura, de enseñanza, de edición, de conversación. Heredar también es elegir cómo mirar lo que nos llegó.

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